El
doctor Claudius Tanganika nació sin nombre. Por mi cabeza siempre
pululan científicos locos dispuestos a acometer las mayores barbaridades
para alcanzar un bien común o, lo más habitual, solo por beber de las
aguas envenenadas del mal porque sí. Por eso, cuando Borja me pidió si
tenía alguna historia para trabajar juntos, le contesté que por
supuesto, claro que la tenía. Siempre tengo un desquiciado con bata
blanca al que recurrir. Los adoro. Claudius aún sin nombre llegó a la
vida animado por los cientos de películas de serie B antiguas que nos
han visto crecer y formarnos como personas de verdad, pero también por
esos -más entrañables si cabe- que afloraban en las páginas de los
cómics, en especial en los de terror y ciencia ficción de la editorial
norteamericana EC allá por el primer lustro de los años 50. No se
trataba de un homenaje o un guiño, ni siquiera una referencia buscada:
es que están ahí dentro y a veces quieren salir. Hay quien deja su
ciudad de origen y añora por siempre la tierra que los vio nacer. Mi
tierra son esos cómics y esas películas, así que cuando puedo retorno a
ellos. Es fácil.
Entregué pues mi guión terminado a Borja González y me dispuse a esperar su versión de la historia. No sé a otros, pero a mí me apasiona esta espera en la cual el dibujante ofrecerá su parte, aportará y destruirá y levantará de nuevo lo ya escrito para hacerlo suyo. Con Borja fue así hasta el punto de que cuando vi su trabajo terminado, de repente ese científico demente e innominado había crecido. Había crecido de tal forma que ya sí que podíamos ponerle un nombre. Sus dibujos habían multiplicado el texto. Ya no servía tal y como estaba. Era el momento de reescribir para adaptarme a la fascinante criatura renacida por su mano. Hasta que la hora de trabajar en el laboratorio llegó a su fin. Dos minúsculos Frankensteins daban luz a un hermano. Claudius Tanganika comenzó a gritar al mundo que él había llegado. Que las mentes normales se echaran a temblar. El mal reclamaba su lugar y nosotros pusimos a sus pies el fuego de Prometeo. No teníamos otra cosa.
Entregué pues mi guión terminado a Borja González y me dispuse a esperar su versión de la historia. No sé a otros, pero a mí me apasiona esta espera en la cual el dibujante ofrecerá su parte, aportará y destruirá y levantará de nuevo lo ya escrito para hacerlo suyo. Con Borja fue así hasta el punto de que cuando vi su trabajo terminado, de repente ese científico demente e innominado había crecido. Había crecido de tal forma que ya sí que podíamos ponerle un nombre. Sus dibujos habían multiplicado el texto. Ya no servía tal y como estaba. Era el momento de reescribir para adaptarme a la fascinante criatura renacida por su mano. Hasta que la hora de trabajar en el laboratorio llegó a su fin. Dos minúsculos Frankensteins daban luz a un hermano. Claudius Tanganika comenzó a gritar al mundo que él había llegado. Que las mentes normales se echaran a temblar. El mal reclamaba su lugar y nosotros pusimos a sus pies el fuego de Prometeo. No teníamos otra cosa.
José Luis Forte
Foto: Alberto Palacios |
Foto: Alberto Palacios |
Todo lo que dice José Luis ahí arriba sobre lo emocionante que resulta sentarse a esperar a que el ilustrador interprete tu historia es mentira. Tiene que serlo. Tardé más de un año en terminar de dibujar a Tanganika y eso que, efectivamente, fui yo quien le pidió la historia. Tiene que ser mentira o, de lo contrario, nunca podré fiarme de José Luis Forte cuando me hable de emociones fuertes.
En mi defensa diré que cuando le pedí una historia, nunca hubiera esperado que fuera de científicos locos. Esperaba bosques, lagos, bichos, rimas y leyendas y él me dio probetas, guantes de látex y cirugía de brocha gorda. Y, claro, se me atragantó. Durante un año. Hice como cuatro versiones de la primera página en todo ese tiempo, intentando imitar el estilo que yo sabía que J.L. quería para su historia: el estilo E.C, el estilo Bernie, manchas de tinta por todas partes y claroscuros que ocultan atrocidades varias. Algo que a mi ni se me daba bien, ni me apetecía hacer. Para colmo, José Luis hace unos guiones muy detallados, algo que generalmente está muy bien, pero que a mí me recordaba constantemente el relato que debía ser y no estaba siendo.
La
forma en que terminé todas las ilustraciones es un ejemplo claro de lo
que puede ocurrir cuando le das manga ancha a un ilustrador. Pasé por
completo de todas las descripciones e indicaciones del guión y me quedé
tan solo con el texto, dibujando e improvisando a plumilla cada una de
las páginas. Sin lápiz. Sin calcular. A pedradas. La unica norma era
pasármelo bien dibujando y confiar en que a J.L. no le cambiara el color
de las pestañas o directamente se le secara el cerebro al verlo. Y así,
tras un año mirando fijamente el texto en mi escritorio, «Eslabón
perdido» estaba terminado. Sí, «Eslabón perdido». Cuando le mandé las
ilustraciones, J.L. se vio obligado a cambiarle el nombre a su criatura
por uno a la altura de mi estupidez; pasó a narrarlo en tercera persona y
asumió que su mad doctor era ahora un bufón rodeado de bichos raros en
un mundo que lo mismo parecía el Londres del s. XIX en una página, que
el Torrejón de hoy en la siguiente.
Le
tengo mucho cariño a Tanganika y puede que sea por su disparatado y
accidentado nacimiento. Y José Luis dice que le quiere, pese a que
hubiera preferido niña. Quién sabe, lo mismo a los dos se nos secó el
cerebro.
Borja González