martes, 23 de diciembre de 2014

FANTASMAS

Foto: Diego Pérez

Resulta que el 31 de diciembre de 2013 escribíamos un texto -aquí mismo- argumentando que nos era imposible valorar la corta trayectoria de El Verano del Cohete. Hablábamos de ciclos y de monsergas varias y emplazábamos al personal a estas fechas con la promesa de hacer un balance algo más meticuloso. Lo que ocurre es que, con tres libros planificados para 2015 y con un buen número de reestructuraciones, volantazos y planes a corto, medio y largo plazo, nos vemos en la misma situación: no tenemos gran cosa que decir. Seguimos aprendiendo y corrigiendo errores por el camino, tomando decisiones importantes con cada café e intentando que esos libros que nos gustaría tener en la estantería se conviertan en una realidad. 
Así pues, en lugar de enumerar tropiezos y triunfos, nos limitaremos a decir que cerramos 2014 con un libro del que nos sentimos especialmente orgullosos: «Fantasmas». Había ganas de hacer un libro colectivo y, aunque no es fácil coordinar a autores ingleses, italianos, rusos y patrios, lo cierto es que el resultado nos encanta. Daniela Tieni, Roman Muradov, Irati Fernández, Fermín Solís, José Luis Forte, Carla Besora, Owen Gent, Mayte Alvarado, Rui Díaz y el que escribe imaginamos distintas historias de fantasmas esquivando el imaginario clásico.


DANIELA TIENI. Foto: Diego Pérez

MAYTE ALVARADO. Foto: Diego Pérez

JOSÉ LUIS FORTE/FERMÍN SOLÍS. Foto: Diego Pérez

ROMAN MURADOV. Foto: Diego Pérez

RUI DÍAZ/IRATI FERNÁNDEZ. Foto: Diego Pérez

CARALA BESORA. Foto: Diego Pérez

OWEN GENT. Foto: Diego Pérez

BORJA GONZÁLEZ. Foto: Diego Pérez

No se nos ocurre una forma mejor de terminar el año y, la verdad, preferimos quedarnos con esa idea y dejar los números para otro día.
Nos leemos el año que viene.


FANTASMASbooktrailer from el Verano del Cohete on Vimeo.

viernes, 26 de septiembre de 2014

«VIRGINIA MORI»

Foto: Diego Pérez

Llegamos al trabajo de Virginia -un poco antes de comenzar con la editorial- como casi todo el mundo: Internet. Imágenes sueltas compartidas en un Tumblr y algún enlace de Facebook nos metieron poco a poco en la línea correcta. Había una chica en Italia obsesionada con pesadillas de colegialas -¿en plural?- en las que entraban y salían mutilaciones disparatadas, juegos infantiles con macabras reglas y resultados, envidias y venganzas, acoso -¿autoinfligido?- y maldad a campo abierto. Se llamaba Virginia Mori y no tardamos mucho en apuntar su nombre en alguna libreta para un posible libro, a pesar de que esa falta de cohesión que proporciona la red parecía el marco perfecto para tan desconcertantes ilustraciones.

Pero somos obstinados y, tras un año de selección de ilustraciones y de dar con el tono correcto, «Virginia Mori», el libro, está ya a la venta.


Foto: Diego Pérez

Foto: Diego Pérez

Foto: Diego Pérez

Foto: Diego Pérez

Foto: Diego Pérez

En esta casa somos un poco como los personajes de Virginia, nos gusta jugar y retorcer, pero, en nuestro caso, las intenciones son claramente sanas. Quisimos aportar nuestra interpretación del trabajo de Virginia y construir un libro, más o menos, con principio y final. También invitamos a otras autoras a hacer lo mismo: a Pilar Pedraza, Sara Morante, Christiane Cegavske, Ana Sender y Alejandra Acosta. Nos juntamos para ver si entre todos eramos capaces de atravesar el espejo. Lo que ocurre es que, por mucho que pretendas meter mano a determinado material, este se revuelve y se reivindica como la voz potente y única que es. Y las imágenes de Virginia Mori son lo suficientemente tozudas y fuertes como para no diluirse en un mar de interpretaciones ajenas. El lector, sin duda, inentará dar con las claves y entenderá el libro a su manera. Y bien que hace. Pero lo más probable es que le termine ocurriendo lo mismo que a nosotros: la mirada de una colegiala impasible le recordará, desde el papel, que su esfuerzo es en vano y que todo esto nos es más que una maravillosa madriguera de conejo con mil salidas y ninguna.


VIRGINIA MORI booktrailer from el Verano del Cohete on Vimeo.

miércoles, 9 de julio de 2014

EL BAILE

Foto: Alberto Palacios

Probablemente haría bastante tiempo que no me sentaba a escribir. Normalmente, por trabajo, dedico más tiempo a pensar en escribir que a escribir. Y luego, claro, me cuesta volver a coger el ritmo. A veces, para no perder el pulso o simplemente para recuperarlo, me dedico a escribir pequeños cuentos entre obras de más larga gestación, a modo casi de entretenimiento (si bien es cierto que a veces estas pequeñas distracciones acaban tomando vida propia y creciendo, como me ocurrió con «Los turistas»).
Estaba intentando continuar sin demasiado éxito una novela, haciendo pausas cada vez más continuadas entre renglón en blanco y renglón en blanco. Abrí el Facebook (oh, pecado) y, llevando a cabo eso tan bonito que es procrastinar, apareció delante de mí una página que había enlazado mi amigo Miguel Cabezas. Se trataba de una web sobre curiosidades históricas; el titular en concreto hablaba de... una epidemia de baile.
Sobra decir que aquella mañana no fui capaz de escribir. Leí y releí varias veces el episodio que relataba aquella web. Principios del siglo XVI. Estrasburgo. Frau Troffea. Bailando. Todo el mundo bailando. No podía quitármelo de la cabeza. Así que tuve que arrancármelo de la única forma que sé: escribiendo.
No quería volver a relatar la plaga; ya estaba en los libros de historia. Quería contar (o inventar, nunca se sabe) lo que no se conocía: el porqué. Desde lo más pequeño, una inhóspita cabaña perdida entre las tierras de la Alsacia, hasta lo más grande y... antiguo.
Nunca había escrito hasta ese momento algo puramente de género. Tampoco es que lo hubiese evitado, al menos no conscientemente. Tal vez simplemente estuve esperando a la historia adecuada.
Me divertí tanto con este pequeño cuento pulp, que, sin siquiera haberlo acabado, ya estaba pensando en cómo continuarlo. El doctor, el extraño protagonista de «El baile», no tenía intención de marcharse. Ni el tiempo ni los demonios podrían convencerle para que se fuese. Es lo que ocurre con algunos personajes: se obstinan en seguir vivos más allá de sus historias. Y yo sólo puedo agradecérselo por ello.


Foto: Alberto Palacios

Es curioso cómo uno se divierte escribiendo sobre el terror. Pero es más curioso el terror que uno siente esperando a que lean lo que ha escrito. Yo estoy en ese momento. Espero que ese miedo pase a vosotros cuando comencéis la historia. Es a vosotros ahora a quienes os toca bailar.
Foto: Alberto Palacios

martes, 20 de mayo de 2014

¿EN QUÉ PENSABAS, BENITO?

Foto: Diego Pérez

Queridos y queridas, no recuerdo con qué pobre excusa me había autoinvitado en aquella ocasión a casa de mi amigo -amigo de los libros, amigo de todos-  don José Luis Forte, pero allí estaba yo, bebiéndome su vino y fumando de su tabaco, cuando aparecieron los cohetes y me propusieron ilustrar el próximo libro que querían editar. Yo dije que sí antes de escuchar nada más -soy pastueño por naturaleza-, para un segundo después caer en la cuenta de que, conociendo su catálogo y conociéndoles a ellos, ¡quizá tendría que enfrentarme a un texto lleno de personajes oscuros, muy serios o muy muertos! Pero entonces pronunciaron la palabra «Galdós» y el amor volvió. «Hemos elegido un texto que te va como anillo al dedo», dijeron, y cuando dejé de leerlo -porque «¿Dónde está mi cabeza?» no se puede terminar- me di cuenta de que no se equivocaban. ¡Aquello era un traje a medida, queridos! «¿Dónde está mi cabeza?» era el combinado perfecto de humor, elegancia y fantasía y no había otra manera de afrontarlo que perder la cabeza, como su protagonista, como su autor -¿en qué pensabas, Benito?


Foto: Diego Pérez

Este viaje lisérgico y neurótico de un dandy castizo ¡tenía que ser a todo color! A pecho descubierto, prescindí por primera vez del lápiz y trabajé directamente sobre la pantalla. Me ajusté mi paleta de colores, CMYK básico, y me lancé al ruedo sin apenas bocetos previos. Así, con Manolo Prieto y sus portadas para novelas y cuentos como principal referente, fui bregando y disfrutando con cada página. En unas el protagonista se me antojaba más bajito y brugueriano, en otras el Searle que siempre me alumbra lo estilizaba. Aquí unas gracias psicodélicas, aquí unos remates de falsa imprenta artesana... y ya hemos llegado a la treintaydos. ¡Ahí queda eso! Envuélvamelo de amarillo, que me voy a brindar.



Foto: Diego Pérez

Foto: Diego Pérez

Ahora, queridos y queridas, les toca a ustedes juzgar la faena.

lunes, 14 de abril de 2014

CLAUDIUS TANGANIKA

El doctor Claudius Tanganika nació sin nombre. Por mi cabeza siempre pululan científicos locos dispuestos a acometer las mayores barbaridades para alcanzar un bien común o, lo más habitual, solo por beber de las aguas envenenadas del mal porque sí. Por eso, cuando Borja me pidió si tenía alguna historia para trabajar juntos, le contesté que por supuesto, claro que la tenía. Siempre tengo un desquiciado con bata blanca al que recurrir. Los adoro. Claudius aún sin nombre llegó a la vida animado por los cientos de películas de serie B antiguas que nos han visto crecer y formarnos como personas de verdad, pero también por esos -más entrañables si cabe- que afloraban en las páginas de los cómics, en especial en los de terror y ciencia ficción de la editorial norteamericana EC allá por el primer lustro de los años 50. No se trataba de un homenaje o un guiño, ni siquiera una referencia buscada: es que están ahí dentro y a veces quieren salir. Hay quien deja su ciudad de origen y añora por siempre la tierra que los vio nacer. Mi tierra son esos cómics y esas películas, así que cuando puedo retorno a ellos. Es fácil.

Entregué pues mi guión terminado a Borja González y me dispuse a esperar su versión de la historia. No sé a otros, pero a mí me apasiona esta espera en la cual el dibujante ofrecerá su parte, aportará y destruirá y levantará de nuevo lo ya escrito para hacerlo suyo. Con Borja fue así hasta el punto de que cuando vi su trabajo terminado, de repente ese científico demente e innominado había crecido. Había crecido de tal forma que ya sí que podíamos ponerle un nombre. Sus dibujos habían multiplicado el texto. Ya no servía tal y como estaba. Era el momento de reescribir para adaptarme a la fascinante criatura renacida por su mano. Hasta que la hora de trabajar en el laboratorio llegó a su fin. Dos minúsculos Frankensteins daban luz a un hermano. Claudius Tanganika comenzó a gritar al mundo que él había llegado. Que las mentes normales se echaran a temblar. El mal reclamaba su lugar y nosotros pusimos a sus pies el fuego de Prometeo. No teníamos otra cosa. 

José Luis Forte
                                                                                                                               
Foto: Alberto Palacios

Foto: Alberto Palacios

Todo lo que dice José Luis ahí arriba sobre lo emocionante que resulta sentarse a esperar a que el ilustrador interprete tu historia es mentira. Tiene que serlo. Tardé más de un año en terminar de dibujar a Tanganika y eso que, efectivamente, fui yo quien le pidió la historia. Tiene que ser mentira o, de lo contrario, nunca podré fiarme de José Luis Forte cuando me hable de emociones fuertes. 

En mi defensa diré que cuando le pedí una historia, nunca hubiera esperado que fuera de científicos locos. Esperaba bosques, lagos, bichos, rimas y leyendas y él me dio probetas, guantes de látex y cirugía de brocha gorda. Y, claro, se me atragantó. Durante un año. Hice como cuatro versiones de la primera página en todo ese tiempo, intentando imitar el estilo que yo sabía que J.L. quería para su historia: el estilo E.C, el estilo Bernie, manchas de tinta por todas partes y claroscuros que ocultan atrocidades varias. Algo que a mi ni se me daba bien, ni me apetecía hacer. Para colmo, José Luis hace unos guiones muy detallados, algo que generalmente está muy bien, pero que a mí me recordaba constantemente el relato que debía ser y no estaba siendo.
 
La forma en que terminé todas las ilustraciones es un ejemplo claro de lo que puede ocurrir cuando le das manga ancha a un ilustrador. Pasé por completo de todas las descripciones e indicaciones del guión y me quedé tan solo con el texto, dibujando e improvisando a plumilla cada una de las páginas. Sin lápiz. Sin calcular. A pedradas. La unica norma era pasármelo bien dibujando y confiar en que a J.L. no le cambiara el color de las pestañas o directamente se le secara el cerebro al verlo. Y así, tras un año mirando fijamente el texto en mi escritorio, «Eslabón perdido» estaba terminado. Sí, «Eslabón perdido». Cuando le mandé las ilustraciones, J.L. se vio obligado a cambiarle el nombre a su criatura por uno a la altura de mi estupidez; pasó a narrarlo en tercera persona y asumió que su mad doctor era ahora un bufón rodeado de bichos raros en un mundo que lo mismo parecía el Londres del s. XIX en una página, que el Torrejón de hoy en la siguiente.
Le tengo mucho cariño a Tanganika y puede que sea por su disparatado y accidentado nacimiento. Y José Luis dice que le quiere, pese a que hubiera preferido niña. Quién sabe, lo mismo a los dos se nos secó el cerebro.
Borja González

Foto: Alberto Palacios