Miss Marjorie from el Verano del Cohete on Vimeo.
Todo comienza con una visita inesperada.
Mayte acaba de encenderse un cigarrillo de manera casi inconsciente, sin prestarle ni una parte de la atención que le dedica a sus gatos, que parecen bufarse entre sí. De pronto algo entra por la ventana. Mayte lo nota antes de que suceda. Siente cómo se le eriza el vello de la nuca, gira la cabeza apresurada, a sabiendas de que la intuición solo falla cuando no se agarra a tiempo, y entonces... las ve. Fugaces e irreales. Dos manos rojas que se esfuman en el instante en el que se aclara los ojos. Aunque sabe que ya han desaparecido, todavía siente que están ahí, acechando, como cuando se repite un punto de luz tras haber estado mirando al foco que lo producía. Ese eco sutil es el que le lleva a buscarle un sentido a esa súbita amenaza. Aquellas manos deben de significar algo. Aunque aún no sepa el qué. Pero algo. Al fin y al cabo, toda visita, inesperada o no, trae consigo siempre algo más que un visitante.
Fin del primer acto.
Me gusta pensar que la génesis de Miss Marjorie fue en algún modo parecida a lo anterior. Ni Borja ni yo sabíamos muy bien lo que pasaba por la cabeza de Mayte mientras dibujaba las páginas del libro (si es que lo sabemos alguna vez, claro). Solo nos había dado pequeños datos sobre la historia mientras nos iba enseñando bocetos y páginas a medio terminar de esa mujer de peinado estrafalario. Pero había algo, aunque solo viésemos fragmentos de la historia, que estaba claro: era diferente, extraña y cautivadora. Su narrativa era perfecta, tanto, que casi se podía prescindir de los textos. La técnica de Mayte con el pincel había mejorado hasta convertir este en su mejor trabajo. Queríamos saber de dónde salían esas manos rojas, qué es lo que pretendían, cómo habían llegado hasta allí y por qué la policía acabaría llamando a la puerta de su anfitriona. Pero eso no era todo. No solo queríamos saberlo, también lo necesitábamos.
Fin del segundo acto.
Todo comienza con una visita inesperada. Una imagen que Mayte quiere dibujar. Antes había estado probando bocetos para una adaptación del cuento de Barba Azul, pero había algo que no acababa de convencerla. A pesar de que aquel cuento reunía las características de lo que Mayte buscaba (cierta crudeza que la alejase de lo infantil y naíf, términos con los que, en ocasiones, se relaciona su trabajo), la necesidad de contar una historia propia le hace cambiar de idea. Miss Marjorie y unas amenazadoras –aunque enamoradizas– manos rojas se cruzan en su camino. Y le muestran una historia que poco a poco irá cobrando forma.
Fin del tercer acto.
Entonces, un día Mayte queda con nosotros y nos presenta el proyecto. Lo que ha estado haciendo y lo que le queda por hacer. Nos cuenta la historia con cierto nerviosismo, dándose cuenta tal vez de que es la primera ocasión en que la está explicando para alguien que no sea sí misma. Nos encanta. Pasa el tiempo y seguimos viendo cómo avanza poco a poco el libro. Imprimimos una primera prueba de la maqueta y la leemos alternamente en una cafetería, mientras se enfrían las bebidas. El nerviosismo es
evidente. Hay pequeñas cosas que pulir, pero nuestras caras coinciden en algo: orgullo. Nuestro tercer libro está a punto de llegar y estamos contentos, muy contentos.
A estas alturas, Miss Marjorie ha dejado de ser ya una visita inesperada, convirtiéndose, más bien, en una vieja conocida, sin embargo, me gustaría pensar que sí podría serlo para vosotros. Una visita a la que en principio miraseis con recelo por haber interrumpido en el cohete casi sin previo aviso, pero a la que, sin saber por qué, mostraseis cierta simpatía, algo que, poco a poco, corroboraseis. Y entonces, sin saber muy bien por qué, le pediríais que tomase asiento, y os sorprenderíais por hacerlo conscientemente, no como un simple reflejo de educación. Y después le pediríais que os contase su historia. Y la historia de aquellas manos rojas. Y abriríais un libro y podríais leer:
«A Miss Marjorie no le gustan las visitas inesperadas…»
Y entonces no podríais dejar de hacerlo.